Han pasado casi cuatro años desde las primeras Elecciones Generales en las que ejercí mi derecho al voto. Recuerdo aquellos funestos días con una mezcolanza de sensaciones, una noria de imágenes dantescas y un enredo de comentarios y de ideas que me empujan más a pensar que la primera vez que voté lo hice inmerso en una pesadilla de la que terminé despertando. Quizás, pensándolo bien, aquellas jornadas fueron el comienzo de una persistente tragedia que, mucho me temo, no fui el único joven que la atravesó.
Puedo recordar con claridad los días previos a los comicios, las angustiosas escenas de unos vagones reventados sin mayores explicaciones que un sonido sordo perdido entre las primeras luces de una inolvidable mañana, mas prefiero guardarlas en un rincón del olvido con el objetivo de no derramar unas lágrimas que, en caso de intentar contarlas y ponerles nombres, todos nosotros sabemos cuántas serían y qué firmas dejarían eternamente grabadas en el suelo al chocar contra él. Me remontaré, entonces, a las horas inmediatamente anteriores, horas de las que tengo un hilo de recuerdos fugaces pero inquietantes, rápidos y certeros cual flecha hiriente, aparentemente claros por aquel entonces pero insuperablemente erróneos vistos desde hoy.
La política no resultaba ser para mí un problema vital; es más, lo cierto y verdad es que jamás había comprendido los entresijos y máscaras de la política, aunque, para ser honesto, tampoco había gastado grandes esfuerzos en tratar de entenderlos. Por aquellos días, tenía decidido mi voto más por el ambiente en el que me movía que por cualquier otra razón de peso, pues todos sabemos que las circunstancias de cada uno influyen notablemente en su carácter y personalidad. Sin embargo, como un montañista perdido que decide subirse al primer coche que pasa en un momento de confusión y amenazas climatológicas, los comentarios y presiones de unos y de otros me hicieron cambiar el voto sin suponerme tampoco a primera vista un trauma irreparable. Con todo y con esto, aparcando mi pereza política, me adentré en un universo de conversaciones enfurecidas sobre explosivos, atentados, mentiras, fraudes, engaños, y en un compendio de vivencias que me arrastraron inconscientemente hasta concentraciones en las puertas de una determinada sede situada allá por las inmediaciones de la Plaza de Colón. Esos días todo eran quejas y rabia, iracundos discursos en comidas y cenas, soflamas y peroratas de los más diversos personajes, y, entre cacerolada y cacerolada, atendía a las promesas que el partido de la Oposición nos tendía a todos los jóvenes. De esa forma, queridos lectores, fue como terminé cambiando un voto que, desde hace casi cuatro años -toda una eternidad-, me ha arrastrado por las solitarias calles de una destruida ciudad interna cargada de culpabilidades y reproches a mí mismo.

Hoy lo entiendo todo -por aquellas era más joven y quizás más inexperto-, y tengo la convicción moral de que me equivoqué por dejarme arrastrar por los vientos de la exaltación sin antes prestar atención a un fondo que se había teñido de un color muy diferente del que yo podía apreciar. Desde entonces, la política comenzó a interesarme. No lo hizo en el sentido de querer dedicarme a ella, pero sí en la necesidad de comprender los males que planeaban sobre España y las bondades de un ya Gobierno que por entonces yo había votado. Esperé, esperé y esperé con una paciencia sobrehumana las promesas destinadas a los jóvenes que el simpático ZP nos había asegurado con el mensaje inequívoco de quien yo creía hombre de palabra. ¿Y qué recibí a cambio? ¿Y qué recibimos a cambio todos los jóvenes que depositamos nuestro voto en unas urnas intoxicadas por la manipulación mediática y el revanchismo más atroz? Obtuvimos pasado y mentiras.
Obtuvimos pasado porque yo, siendo joven como soy, me parece estar vivido setenta años antes, allá por los prolegómenos de un conflicto civil que dividió a la Nación durante décadas. Durante estos interminables cuatro años, he escuchado mitificaciones históricas, revanchismos inaceptables, componendas sectarias, leyendas de antaño, historietas de trincheras y asesinados, disputas guerracivilistas, descalificaciones más propias de tiempos pasados que de presentes prósperos y un sinfín de toscas alegorías que rezuman enfrentamiento por cada una de sus letras.
Mentiras porque yo, siendo joven como soy, creí inocentemente que ZP me facilitaría el acceso a la vivienda, mejores puestos de trabajo con mejores salarios, una enseñanza serena e imparcial, mayores facilidades de cara al acceso al mundo laboral y una retahíla de medidas que yo entendí positivas pero aquel individuo que las jaleaba las entendió como un puente de plata para alcanzar su poltrona, y más tarde, entre las confusiones y problemillas varios, decidió abandonar en el trastero de la indecencia.
En apenas un mes volveré a votar en unas Elecciones Generales. Esta vez sí tengo claro mi voto, un voto que no modificaré a última hora a pesar de las inclemencias políticas, las tensiones creadas con premeditación, las charlas de actores o figurillas del arte o la repetición de promesas vacuas. Ya he soportado demasiados engaños durante esta azarosa caminata como para volver a caer en el mismo error que me ha quitado el sueño durante noches y noches. Pero esta vez, queridos lectores, seré yo quien anime a esos votantes indecisos.